Un descenso a los infiernos o una estancia en el purgatorio desde una selva oscura.
Mucho se ha
hablado del impacto de las políticas neoliberales (recortes, privatizaciones,
etc.) sobre el deterioro de servicios públicos como la educación, la sanidad o
los servicios sociales, pero pocas veces se han tratado seriamente las consecuencias
de estas políticas sobre la cultura, considerada en la mayor parte de los
casos, como un derecho social accesorio, un servicio público florero y hasta un
bien común totalmente prescindible en época de recortes y prioridades
presupuestarias, contraviniendo así lo establecido en nuestra Constitución y
las leyes que consagran la cultura como un derecho ciudadano esencial básico.
Durante la
burbuja urbanizadora, la cultura junto con el deporte, han sido excusa y motor
de la especulación, la corrupción y el despilfarro. El tsunami urbanizador no sólo ha inundado las costas de este país,
sino también las políticas culturales de muchos ayuntamientos y Comunidades
Autónomas. Con honrosas y singulares excepciones allí donde este modelo ha
funcionado, el resultado ha sido el vómito de fastuosos edificios y/o conglomerados
de ellos, erigidos a mayor gloria de arquitectos, constructores y políticos de
turno, que ha salpicado a todos y cada uno de los rincones de este país, bien
se tratara de grandes o pequeñas urbes. Y la resaca que hoy vivimos es que
estos monstruos demandan ingentes recursos materiales, energéticos y dinerarios
que dejan las arcas públicas vacías para la posterior dotación de contenidos y
programaciones culturales o que, debido a sus colosales dimensiones, son
imposibles de llenar porque se han edificado en poblaciones donde la ratio de posibles usuarios ha sido
desmesurada, como si el contenido fuera el cemento y el relleno la programación
cultural o los usuarios.
Después de un fulminante
aterrizaje en aeropuertos sin aviones, contemplamos museos sin contenidos,
documentamos bibliotecas sin libros y asistimos como público atónito, a auditorios
que más temprano que tarde emitirán como único sonido, el crujir de sus muros si un tiempo fuertes ya desmoronados,
que diría Quevedo.
Durante muchos
años todo proyecto público puesto en marcha sea de la índole que fuere:
deportivo, sanitario, educativo, ambiental, etc. ha estado trufado por el
cemento o levantado sobre el ladrillo, y la cultura no ha permanecido ajena a
este hecho. Los motivos son de sobra conocidos: la falta de un espacio físico como
decorado para el instante decisivo en el que el político pudiera hacerse la
foto cortando la cinta de inauguración, pasar a la posteridad diciéndole a los
nietos ¿te gusta el aeropuerto del abuelo? o las tremendas plusvalías e incluso,
las mordidas, que tanto los gestores de
la cosa pública como las grandes constructoras se han asegurado no sólo durante
los períodos de cortejo y coqueteo, sino también en el futuro y largo periplo
matrimonial que les espera, firmado en escritura pública, fruto del
mantenimiento y la gestión de dichos espacios en forma de concesiones públicas
a 25, 50, 60 ó 75 años, augurando unas fieles, duraderas y felices bodas de plata,
oro, platino o brillantes, dependiendo de la suerte en el plazo concedido;
arras mediante.
Lo lamentable no
es sólo que pasen tantos años desde “el aeropuerto del abuelo” o “el circo
dedicado al padre que antaño fue payaso” hasta “la cárcel de los mismos”, sino
que tardemos décadas en recuperar lo que nunca debió salirse de la gestión
pública, por más que dicha titularidad permanezca siendo pública únicamente como
papel mojado, con la letra diluida y el pliego original arrugado.
Los mecanismos
son sutiles. Comienzan por destruir adrede el organismo o institución pública
en cuestión, poco a poco van menguando y precarizando los medios materiales y
humanos; para por fin demostrar que la gestión directa es del todo ineficaz,
costosa y contumaz. Continúan por derivar primero unos cuantos servicios de lo
público a lo privado, siguen por dejar de prestar o colapsar los que todavía
mantienen y, como broche final, acaban asumiendo los gastos cuando la cosa privatizada
no funciona o no da los beneficios esperados para la parte contratante de la
primera parte.
En los últimos
años, la fórmula elegida en el ámbito de los servicios culturales, ha sido que
la Administración se lavara las manos sacudiendo la chequera (cada vez con
cifras más menguantes) a golpe de privatización directa o indirecta
(externalización de servicios). El caso de las muertes de 5 niñas en el
pabellón Madrid Arena pasándose la
pelota de la responsabilidad entre los cargos políticos y directivos del
Ayuntamiento de Madrid, y los empresarios y responsables de las empresas
adjudicatarias que organizaron la fiesta de Halloween,
así como el servicio médico subcontratado, los fallos de las empresas de
control de accesos y de seguridad privada, así como de los servicios de
seguridad y emergencias del propio Ayuntamiento, etc; dieron muestra no sólo de
un espectáculo lamentable, sino de una forma de gestión ineficaz que si vamos
más allá se podría tachar de terrorífica y hasta de criminal.
Es claro que
la ciudadanía necesita espacios públicos con suelo y techo donde desarrollar sus
actividades y que los derechos constitucionales a unos servicios públicos como
son la sanidad, la educación y la cultura precisan de espacios físicos donde
ejecutarlos no sólo sin depender de las inclemencias del tiempo atmosférico
propiamente dicho, sino también sin someterse a los vaivenes del tiempo político
que suele coincidir con las efímeras promesas del breve período electoral o con
las eternas travesías del desierto de las largas legislaturas que lo dejan todo
atado y bien atado en contratos y concesiones públicas donde las cosas ya no
tienen remedio no sólo porque lo hecho, hecho está; sino también porque se fija
un largo período de fidelización y, por si acaso cambian las tornas electorales
como ahora está ocurriendo, se asegura contractualmente un gran montante por si
los que llegan con aires e ideas nuevas intentan revertir los servicios
públicos considerados entonces como lucrativo producto negociable, para
retornar a la consideración primigenia de que son cosa pública por tratarse de
servicios básicos indispensables.
Lo que está
claro es que, en determinados proyectos, tan importantes son los soportes
materiales, como los equipos humanos que necesitan formación, especialización,
profesionalización y sobre todo, continuidad. Y tras la experiencia de los
últimos años, debería quedar palmario que, en la mayor parte de los casos, ni
siquiera es necesario el uso de un ladrillo para poner en marcha un proyecto
social o cultural, tal y como lo están demostrando muchas prácticas sociales al
margen de las instituciones que bogan por la paulatina ocupación de los
espacios públicos tradicionales: plazas, parques, etc. o la reutilización de
espacios públicos ya existentes para otros usos y usuarios: colegios,
institutos, centros cívicos y culturales en fábricas y edificios abandonados, centros
sociales okupados, etc.
Precisamente
la cultura, por su carácter intangible, es uno de los elementos que menos
dependen del espacio físico para su desarrollo y prueba de ello es que a lo
largo de los siglos primero ha proliferado en las calles y las catacumbas: corralas,
tabernas, tugurios, garajes, etc. antes de dar el salto a los palacios, los
salones y los templos de cultura. A mi entender, el caso estrella y más
surrealista de la concepción de la cultura como cemento y estructura férrea, ha
sido el fallido proyecto del anterior alcalde Gallardón que concibió la
iluminada idea de construir la Catedral
de las Nuevas Tecnologías, precisamente cuando uno de los pilares
fundamentales de la cultura digital se sustenta en un destacado artículo intitulado
“La catedral y el bazar” donde ambos conceptos contrapuestos condensan a la
perfección el viejo y nuevo imaginario cultural: las viejas formas de hacer de
la construcción jerarquizada y monolítica (catedral) frente a la cultura
horizontal, distribuida, heterogénea y variopinta del bazar.
Si la maqueta
diseñada sobre plano para la cultura global se ha plasmado tanto en el modelo
de edificio singular como en el
modelo de polígono cultural, en el
caso de la cultura municipal, la suerte, como no podía ser menos, no sólo ha
ido por municipios, sino también por barrios.
Pero
traspasemos los muros del continente y adentrémonos en el contenido. La crisis
se ha cernido como un águila neoliberal sobre las grandes instituciones
culturales y sus grandes proyectos, que han vivido una transición política,
económica y de gestión acorde con la realidad social, económica y cultural que
ha transformado este país en los últimos 40 años, desde el tardofranquismo,
pasando por la Transición, el desarrollismo modernizador, la burbuja especulativa
y financiera con su época de vacas gordas hasta desinflarse en la situación
actual en la que, como Prometeo encadenado a una roca por robar el fuego de los
dioses para dárselo a los hombres, ve cómo su hígado es devorado todas las
mañanas hasta que finalmente el águila pueda ser abatida por la flecha de
Hércules. Hercúlea será la tarea a acometer para salir de la llamada crisis, si
tenemos en cuenta las dimensiones de una deuda ingente como la que planea,
sobrevuela y se cierne sobre la ciudad de Madrid.
El caso de la
política cultural local madrileña es singular en el panorama nacional, europeo
e internacional; aunque nos estamos excediendo calificando de política cultural a algo realmente
inexistente ya que el Ayuntamiento de Madrid no ha definido jamás los ejes de
dicha política más allá de intentos fallidos como el reciente PECAM (Plan
Estratégico de la Cultura del Ayuntamiento de Madrid) que se convirtió en
esquela minutos después de quedar plasmado en papel.
Podemos decir
que como Frankestein, el moderno Prometeo
de Mary Shelley de la política municipal madrileña, también está siendo
devorado por el águila. La estructura cultural madrileña se ha configurado en
torno a dos ejes irreconciliables que funcionan a dos velocidades: la
dependiente del Área de las Artes,
Deportes y Turismo, y la dependiente de los 21 distritos en que se divide
territorialmente el municipio de Madrid. Estos dos ejes paralelos apenas convergerían
si no es por una única línea transversal: el programa llamado Madrid Activa, que consiste en ofrecer 5
ó 6 representaciones anuales de teatro, danza o música a los centros culturales
que dependen de los distritos. Fiel a su nombre de Madrid Corte y Villa, contamos con una empresa pública: Madrid Destino para el turismo y la
corte; y para los villanos, con los centros
culturales de distrito.
Del primer
eje, el Área de las Artes, dependen la red de bibliotecas y museos de
titularidad municipal, así como otras instituciones tales como el Teatro Español, Matadero, Madrid Centro
Centro (Palacio de Cibeles), Conde
Duque, Medialab-Prado, etc. que
se gestionan a través de la sociedad mercantil municipal Madrid Destino Cultura Turismo y Negocio S.A. El nombre refleja sin
ambages las funciones y fines de dicha sociedad aunque en su web también se
afirma sin rubor “Madrid Destino es (el) principal
gestor profesional de espacios al servicio de la cultura y el turismo, de los
ciudadanos, de los visitantes, de los profesionales y de las empresas, con el
fin último de conseguir la prestación de un servicio público de calidad bajo
unos criterios de sostenibilidad económica y, por tanto, con el menor coste
posible para el ciudadano”. Dicho servicio público se presta, en su totalidad,
por medio de empresas adjudicatarias interpuestas, desde los servicios de
mediación cultural, atención al público, pasando por el montaje de eventos, publicidad,
mantenimiento, limpieza y seguridad de edificios, etc; aunque en estas
instituciones se mantiene la calidad de los proyectos culturales en sí mismos
puesto que no dependen únicamente de la oferta económica más baja, sino del
contenido cultural per se.
El segundo eje
y, dependientes de las Unidades de Cultura de los 21 distritos actuales, lo
conforman unos 90 centros culturales de titularidad municipal a modo de
equipamientos de proximidad y destinados a paliar las necesidades culturales de
los vecinos de Madrid. En su mayoría, dichos centros fueron construidos a
finales de los años ochenta cuando, a la par que la movida madrileña
revolucionaba las calles y plazas de la capital, el entonces alcalde y viejo
profesor ordenaba construir los centros culturales de distrito para albergar la
cultura de proximidad promovida desde el propio consistorio.
Hoy día, sus actividades
principales son la impartición de cursos y talleres, la cesión de espacios para
fines vecinales y culturales, y la programación de actividades culturales de
pequeño y mediano formato (teatro, conciertos, exposiciones, programación
infantil, etc.). No todos estos centros de proximidad cuentan con teatro,
auditorio o Salón de Actos.
Tras un concurso
de méritos y con veinticinco años de servicio público a la espalda, aterricé en
uno de dichos centros culturales como directora en el año 2004. Les puedo
asegurar que el aterrizaje no fue suave al darme de bruces con una realidad
social en pleno centro de Madrid y a pocos metros de la llamada Milla de Oro de
la Cultura sita en la Capital del Reino, un submundo cultural que yo desconocía
por completo y que sigue hoy ignoto para la mayoría de gestores culturales de
este país y de la propia ciudad de Madrid. Aquello no era propiamente un
aeropuerto sin aviones, sino un yermo y árido terreno cultural, un inframundo
del que poco o nada se habla puesto que no dependía de ninguna concejalía
concreta o comisión del Pleno (Comisión de Las Artes), sino de los Distritos.
La
programación que me había tocado en suerte (a mí y a los sufridos usuarios del
Centro Cultural), ejecutada por un puñado de empresas licitadoras a través de
concursos públicos establecidos por cada uno de los Distritos para los centros
culturales de ellos dependientes, con algunas honrosas excepciones donde había
presupuesto y exigencias de ciertos estándares de calidad y modernidad -sin por
ello jamás rozar la contemporaneidad-, era más propia de los tiempos del cancán
y el miriñaque. Y en el resto de distritos no era muy diferente, pues las
distintas empresas suelen operar con las mismas compañías, obras y ejecutantes.
Y así, a lo largo de una década. No es de extrañar que en la web municipal www.madrid.es las actividades culturales de
los distritos hayan estado ocultas y el acceso a los distintos centros
culturales municipales sea un camino tortuoso plagado de despistes que ni siquiera
el agudo olfato de Google es capaz de
rastrear y sacar a la luz.
En relación a
las artes escénicas, lo habitual era abrir un telón harto de telarañas pues las
obras representadas apenas habían olido las vanguardias. Y qué decir del elenco
de autores ninguno de los cuales rozaba el siglo XX: Benavente, Arniches, los Álvarez
Quintero, etc; generalmente interpretados por compañías amateur. En música, las indiscutibles reinas de la fiesta eran la
zarzuela, el cuplé y la copla, esta última no la recuperada por Almodóvar, sino
la precedente, la genuina de Cine de
Barrio y hasta se dio entonces algún caso de que la ejecución fue realizada
en playback. Invito a los productores
de la serie El Ministerio del tiempo
a que rueden un capítulo ahorrándose los consabidos costes de dirección y
ambientación artística asistiendo a algún evento de este tipo porque en los
contratos de programación prima siempre el precio sobre la calidad y con tan
escasos presupuestos es imposible esperar algo más. Confiemos en que la nueva
ley de contratos que debe ajustarse a la Directiva europea 2014/24/UE antes de
2016 y que permite incluir condiciones relativas a la calidad en la prestación
de servicios, modifique esta aberración porque si es delito primar el precio
sobre la calidad en la mayoría de servicios públicos, en el caso de la cultura,
clama al cielo.
Algún día se
estudiarán las secuelas físicas y psíquicas que las nuevas formas de gestión de
lo público a través de privatizaciones, externalizaciones y adjudicaciones al
precio más bajo, han provocado sobre los empleados públicos que se han visto
involucrados en dichos procesos –personal sanitario, educativo, de servicios
sociales, etc; y sobre las políticas que la mercantilización de la cultura ha
traído sobre los agentes sociales involucrados. Me ofrezco desinteresadamente como
estudio de caso.
Las directrices
políticas y los planes de gestión y actuación para los verdaderos servicios
públicos culturales –los servicios de proximidad– no existen o carecen de
medios materiales y humanos, y los problemas diarios se solventan, con mayor o
menor oportunidad, dependiendo de la voluntad del funcionario de turno (donde
existe) y de la trayectoria rutinaria o innovadora, más eficaz o menos, del
servicio administrativo en cuestión o de la empresa prestataria de servicios,
que a veces opera sin ningún control o vigilancia por parte de la
Administración ya que esta última, al traspasar al mercado ciertos asuntos de
la cosa pública, se considera por fin
liberada de la pesada carga que supone el cumplimiento de las funciones y
responsabilidades hacia los vecinos.
Contra viento
y marea los trabajadores de algunos servicios públicos hemos permanecido en
nuestros pequeños reductos procurando resistir los embates privatizadores y,
dentro de nuestro poco margen de maniobra, hemos intentado que tanto la cultura
con mayúsculas como la cultura con minúsculas llegase a la gente, Mientras que
los buques insignia de los grandes organismos culturales madrileños: Matadero,
Teatro Español, Madrid Centro-Centro, etc. cuentan con gerentes de cuello
blanco, directores artísticos y presupuestos (ahora recortados), los centros
culturales de proximidad hemos estado abandonados a nuestra suerte en manos de
las grandes constructoras (para el mantenimiento y limpieza del edificio e
incluso el personal de información al público) y de pequeñas o medianas empresas
que pujan a la baja reduciendo en costes de personal (para la programación
cultural o la impartición de cursos y talleres). Si tenemos en cuenta que en
estos espacios de cultura vecinal nos vemos obligados a servir a un heterogéneo
elenco de públicos y a una variedad de gustos, temáticas y enfoques con unos
medios inexistentes tanto en cuanto a equipamientos como a medios personales (muchos
centros no cuentan con auxiliares administrativos propios, personal técnico de
iluminación y sonido, vigilantes, etc.) y a esto se suma que el personal de las
empresas externas llega sin preparación y cambia constantemente al albur de las
necesidades de la empresa o de si torna la adjudicataria.
Porque la
remezcla no se da sólo en el mundo digital, también tiene su razón de ser en la
trinchera analógica de los centros de proximidad. Es muy difícil hibridar el
rock duro con la copla, pasar por el jazz azarzuelado, los bodegones
abstractos, la marcha turca tocada con un serrucho a dos manos o programar a Tennessee
Arniches Williams para mostrar una oferta diversa y ajustada a todos los
usuarios. Trabajar en un centro cultural municipal enseña mucho acerca de la
sociedad real en la que estamos inmersos y lidiar con esos mimbres es a la vez
difícil y estimulante, pero tiene un límite si se vive en un continuo día de la
marmota sin apoyo material, técnico y profesional.
La renovada
corporación del Ayuntamiento de Madrid promete en su programa electoral un
vuelco en las políticas culturales hasta ahora existentes, ampliar el horario
de las instalaciones municipales culturales, promover un plan de mejora con
fondos públicos que muestre la diversidad e incluya a la ciudadanía, potenciar
las iniciativas ciudadanas en el uso de espacios e infraestructura, la programación
de contenidos, etc.
En los centros
culturales municipales no esperamos contemplar el Paraíso pero sí anhelamos una
nueva hoja de ruta que nos saque de esa selva oscura que desciende a los
infiernos o atraviesa el purgatorio. Para llevar a cabo una cultura próxima de
calidad requerimos la dotación de medios materiales, técnicos y humanos.
Asimismo, los responsables y trabajadores de dichos espacios precisamos reconocimiento,
directrices, participar en los procesos de toma de decisiones y apoyo para
cumplir con nuestra labor diaria de servicio público.
María Jesús Lamarca Lapuente
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