Se culpa a la revolución
tecnológica actual de la pérdida de los valores humanísticos que,
tradicionalmente, han caracterizado al arte y la cultura como elementos de
identidad y transformación social y personal. Lo cierto es que, una gran parte
de la ciudadanía del siglo XXI, ante la falta de espacios públicos reales para
experimentar, crear y compartir cultura, se ha cobijado en determinados barrios
del ciberespacio para desplegar redes sociales, artísticas y culturales que trascendieran
la actual concepción del arte y la cultura como mero espectáculo, estéril propaganda
o pingüe negocio.
Dos son los ejes de actuación
sobre los que pivota la política cultural global: el cemento y los macroeventos.
Ambos extremos muestran no sólo la falta de imaginación de nuestros
representantes políticos, sino la homogeneización de ideas y proyectos incluso
dentro del creativo mundo cultural y artístico. Sin embargo, lo grave del
asunto radica en la concepción unidimensional que tiene del arte y la cultura
la sociedad contemporánea, empeñada en percibir cualquier manifestación social
o humana con la lupa del motor económico. Todos estos factores no son más que
una muestra de las reducciones a las que conducen los procesos de globalización
económica cuando se aplican a ámbitos que, como el caso de la cultura debieran primar
otros muchos aspectos sobre los estrictamente crematísticos.
El tsunami urbanizador que inunda nuestras costas, también anega las arcas
y políticas culturales de muchas administraciones que pretenden emular el
efecto Guggenheim con planes irracionales y soberbios en los que el contenido
es el cemento y el continente, la programación cultural o los usuarios. La otra
fórmula son los macroeventos para promocionar las grandes ciudades, atraer el
turismo y las inversiones, y engancharlas al tren de la globalización. Los
grandes eventos deportivos o culturales (Juegos Olímpicos, Expos, Foros…) con
sus retóricas de índole social y ambiental son la excusa perfecta para primar
los impactos económicos donde, de nuevo, afloran el cemento y los lucros. Mientras
en el terreno global estas recetas tienen un desorbitado y efímero impacto mediático
y aportan réditos electorales al representante político de turno, las políticas
culturales y deportivas locales se abandonan a su propia ventura.
Se potencia el concepto de ciudad
y de ciudadanía globales queriendo vertebrar la ciudad a golpe de reclamos publicitarios,
mientras la ciudad real, el espacio público y el tejido de relaciones
comunitarias, se va degradando por falta de espacios donde poder ejercitar los lentos
procesos de construcción de cultura y democracia.
Los políticos y gestores de las grandes
ciudades parecen haber aprendido perfectamente las nuevas reglas de la gestión
hacia arriba (la globalización y sus mecanismos de marketing, grandes infraestructuras,
turismo, etc.) pero cada vez son más ineficaces a la hora de establecer los
mecanismos para la gestión hacia abajo (la localización). En tal tesitura, resulta
una quimera plantearse una gestión horizontal, tal y como rezan las Agendas 21 locales
para la sostenibilidad (cultura, ciudadanía, convivencia y participación). Así
pues, se ejerce la política para la ciudad global y se olvidan los servicios públicos
de proximidad. El resultado es que, junto al endémico abandono de las
periferias por parte de todas esferas públicas, se ha expandido una nueva
pandemia: el deterioro de los centros históricos de las grandes ciudades. La
contaminación y el tráfico, la especulación urbanística que roba espacios
públicos para el esparcimiento y el intercambio de ideas y experiencias; viejos
y nuevos problemas de convivencia, etc. son el cáncer local que ensombrece la imagen
de la ciudad global.
A los alcaldes de la ciudad
global el posicionamiento en la esfera mundial les parece el futuro, lo local les
sabe a rancio. Es así que el alcalde de la ciudad global diseña ésta y sus
infraestructuras y servicios para el ciudadano global: el turista que visita
los espacios culturales globales, el empresario que acude a un congreso de
negocios global, el espectador que consume la última tendencia del arte conceptual,
el deportista de fama mundial, etc.
Por el contrario, dar soporte a una
mayor democracia cultural y fomentar el deporte real exigen un estudio riguroso
de las necesidades dotacionales de los barrios, de los intereses vecinales y de
la aplicación de unas políticas capaces de dar cabida a los distintos gustos
generacionales y diversidades estéticas, e implicar a la ciudadanía en los
procesos de decisión, gestión y acción cultural para integrar los valores y
manifestaciones culturales de los diferentes individuos y colectivos que
componen el rico mosaico de la ciudadanía local actual ya sea en su faceta de
creadores, intérpretes, educandos o público.
Los grandes teatros, auditorios y
museos ya funcionan con criterios de mercado y son los productores y consumidores
de cultura, los que marcan las pautas de programación, precios y acceso. Así
funcionan las entidades culturales de la Corte,
dirigidas a los consumidores, los nuevos cortesanos de la era global.
El reverso son las entidades culturales de la Villa, destinadas a aquellos ciudadanos que no han alcanzado el estatus de consumidores –o que no pretenden alcanzarlo– y que se mantienen, pues, en su condición de villanos, del latín villanus, siervos o campesinos dependientes de las tierras de una villa o aldea que debían labrarse su ascenso en la escala social. Sin embargo, los villanos de antaño son hogaño ciudadanos con derechos; entre ellos, el de que las administraciones les faciliten la expresión cultural, el acceso a una cultura de calidad y el ejercicio de sus derechos democráticos, porque el espacio común de relación para ejercer la cultura democrática no puede circunscribirse al mercado.
Paradójicamente, los poderes
públicos en vez de hacer frente a la desigualdad destinando más medios y recursos
hacia la cultura de la Villa, priman la
cultura global de la Corte.
No se trata de emular ahora al
obispo de Mondoñedo y su célebre Menosprecio
de Corte y alabanza de aldea, pero ya que está de moda ejercitar la memoria
histórica, recordemos que mientras Carlos III y su ministro de Hacienda,
Esquilache, pavimentaban calles, alzaban la Puerta de Alcalá, erigían el Museo
del Prado, y pretendían -por la fuerza despótica de la razón ilustrada- hacer
entrar a una de las capitales más atrasadas en la “modernidad europea”, el
pueblo madrileño se sublevó en el célebre motín, no por la prohibición de usar las
capas largas y el sombrero de ala ancha, que fue la chispa detonante, sino por
el hambre, el alza constante de los precios del pan y el abandono, por parte de
las autoridades, de su misión de garantizar el abasto barato para los bienes de
primera necesidad.
La disyuntiva no es Alabanza de Corte y Menosprecio de Villa, o
su contraria, sino elegir la forma más justa de resolver necesidades y
carencias, sopesar y equilibrar las cosas y repartir los medios y recursos de
tal forma, que sea posible alabar y servir auténticamente a la ciudadanía.
María Jesús Lamarca Lapuente
(Este texto fue escrito en 2006 y fue presentado al III Congreso Online. Observatorio para la Cibersociedad, dentro del Eje Temático C-5 Comunicación y cultura, 20-11-06 al 3-12-06).
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