sábado, 13 de junio de 2015

Ciudad global y cultura local

   Se culpa a la revolución tecnológica actual de la pérdida de los valores humanísticos que, tradicionalmente, han caracterizado al arte y la cultura como elementos de identidad y transformación social y personal. Lo cierto es que, una gran parte de la ciudadanía del siglo XXI, ante la falta de espacios públicos reales para experimentar, crear y compartir cultura, se ha cobijado en determinados barrios del ciberespacio para desplegar redes sociales, artísticas y culturales que trascendieran la actual concepción del arte y la cultura como mero espectáculo, estéril propaganda o pingüe negocio.

  Dos son los ejes de actuación sobre los que pivota la política cultural global: el cemento y los macroeventos. Ambos extremos muestran no sólo la falta de imaginación de nuestros representantes políticos, sino la homogeneización de ideas y proyectos incluso dentro del creativo mundo cultural y artístico. Sin embargo, lo grave del asunto radica en la concepción unidimensional que tiene del arte y la cultura la sociedad contemporánea, empeñada en percibir cualquier manifestación social o humana con la lupa del motor económico. Todos estos factores no son más que una muestra de las reducciones a las que conducen los procesos de globalización económica cuando se aplican a ámbitos que, como el caso de la cultura debieran primar otros muchos aspectos sobre los estrictamente crematísticos.  

  El tsunami urbanizador que inunda nuestras costas, también anega las arcas y políticas culturales de muchas administraciones que pretenden emular el efecto Guggenheim con planes irracionales y soberbios en los que el contenido es el cemento y el continente, la programación cultural o los usuarios. La otra fórmula son los macroeventos para promocionar las grandes ciudades, atraer el turismo y las inversiones, y engancharlas al tren de la globalización. Los grandes eventos deportivos o culturales (Juegos Olímpicos, Expos, Foros…) con sus retóricas de índole social y ambiental son la excusa perfecta para primar los impactos económicos donde, de nuevo, afloran el cemento y los lucros. Mientras en el terreno global estas recetas tienen un desorbitado y efímero impacto mediático y aportan réditos electorales al representante político de turno, las políticas culturales y deportivas locales se abandonan a su propia ventura.

   Se potencia el concepto de ciudad y de ciudadanía globales queriendo vertebrar la ciudad a golpe de reclamos publicitarios, mientras la ciudad real, el espacio público y el tejido de relaciones comunitarias, se va degradando por falta de espacios donde poder ejercitar los lentos procesos de construcción de cultura y democracia.

   Los políticos y gestores de las grandes ciudades parecen haber aprendido perfectamente las nuevas reglas de la gestión hacia arriba (la globalización y sus mecanismos de marketing, grandes infraestructuras, turismo, etc.) pero cada vez son más ineficaces a la hora de establecer los mecanismos para la gestión hacia abajo (la localización). En tal tesitura, resulta una quimera plantearse una gestión horizontal, tal y como rezan las Agendas 21 locales para la sostenibilidad (cultura, ciudadanía, convivencia y participación). Así pues, se ejerce la política para la ciudad global y se olvidan los servicios públicos de proximidad. El resultado es que, junto al endémico abandono de las periferias por parte de todas esferas públicas, se ha expandido una nueva pandemia: el deterioro de los centros históricos de las grandes ciudades. La contaminación y el tráfico, la especulación urbanística que roba espacios públicos para el esparcimiento y el intercambio de ideas y experiencias; viejos y nuevos problemas de convivencia, etc. son el cáncer local que ensombrece la imagen de la ciudad global.

  A los alcaldes de la ciudad global el posicionamiento en la esfera mundial les parece el futuro, lo local les sabe a rancio. Es así que el alcalde de la ciudad global diseña ésta y sus infraestructuras y servicios para el ciudadano global: el turista que visita los espacios culturales globales, el empresario que acude a un congreso de negocios global, el espectador que consume la última tendencia del arte conceptual, el deportista de fama mundial, etc.

  Por el contrario, dar soporte a una mayor democracia cultural y fomentar el deporte real exigen un estudio riguroso de las necesidades dotacionales de los barrios, de los intereses vecinales y de la aplicación de unas políticas capaces de dar cabida a los distintos gustos generacionales y diversidades estéticas, e implicar a la ciudadanía en los procesos de decisión, gestión y acción cultural para integrar los valores y manifestaciones culturales de los diferentes individuos y colectivos que componen el rico mosaico de la ciudadanía local actual ya sea en su faceta de creadores, intérpretes, educandos o público.

  Los grandes teatros, auditorios y museos ya funcionan con criterios de mercado y son los productores y consumidores de cultura, los que marcan las pautas de programación, precios y acceso. Así funcionan las entidades culturales de la Corte, dirigidas a los consumidores, los nuevos cortesanos de la era global.

  El reverso son las entidades culturales de la Villa, destinadas a aquellos ciudadanos que no han alcanzado el estatus de consumidores –o que no pretenden alcanzarlo– y que se mantienen, pues, en su condición de villanos, del latín villanus, siervos o campesinos dependientes de las tierras de una villa o aldea que debían labrarse su ascenso en la escala social. Sin embargo, los villanos de antaño son hogaño ciudadanos con derechos; entre ellos, el de que las administraciones les faciliten la expresión cultural, el acceso a una cultura de calidad y el ejercicio de sus derechos democráticos, porque el espacio común de relación para ejercer la cultura democrática no puede circunscribirse al mercado.

  Paradójicamente, los poderes públicos en vez de hacer frente a la desigualdad destinando más medios y recursos hacia la cultura de la Villa, priman la cultura global de la Corte.

  No se trata de emular ahora al obispo de Mondoñedo y su célebre Menosprecio de Corte y alabanza de aldea, pero ya que está de moda ejercitar la memoria histórica, recordemos que mientras Carlos III y su ministro de Hacienda, Esquilache, pavimentaban calles, alzaban la Puerta de Alcalá, erigían el Museo del Prado, y pretendían -por la fuerza despótica de la razón ilustrada- hacer entrar a una de las capitales más atrasadas en la “modernidad europea”, el pueblo madrileño se sublevó en el célebre motín, no por la prohibición de usar las capas largas y el sombrero de ala ancha, que fue la chispa detonante, sino por el hambre, el alza constante de los precios del pan y el abandono, por parte de las autoridades, de su misión de garantizar el abasto barato para los bienes de primera necesidad.

  La disyuntiva no es Alabanza de Corte y Menosprecio de Villa, o su contraria, sino elegir la forma más justa de resolver necesidades y carencias, sopesar y equilibrar las cosas y repartir los medios y recursos de tal forma, que sea posible alabar y servir auténticamente a la ciudadanía.

  María Jesús Lamarca Lapuente
(Este texto fue escrito en 2006 y fue presentado al III Congreso Online. Observatorio para la Cibersociedad, dentro del Eje Temático C-5 Comunicación y cultura, 20-11-06 al 3-12-06).

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